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Posts Tagged ‘lobo’


Cuentan que hubo una vez un joven que descubrió que algo extraño estaba pasando entre su padre y su esposa.

Unos dicen que el viejo le pegó a la joven. Otros sostienen que la violó.

Expediente del espanto
Nombre: El Silbón
Su zona: los llanos venezolanos
Señas particulares: alto y delgado, lleva sombrero, un saco de huesos a cuestas y silba.
Sus motivos: la maldición que le echó su abuelo, por matar a su padre.
Lo que hace: mata y deshuesa a los mujeriegos y le chupa el ombligo a los borrachos
La «contra»: ají picante, un látigo o un perro

«Lo hice porque es una regalada», fue la explicación que el viejo dio a su hijo. silvador

La leyenda sigue con que el joven estalló en furia, y se enfrascó en una pelea a muerte con su padre.

De los dos, el padre llevó la peor parte. El joven le asestó un fuerte golpe en la cabeza con un palo, que lo tumbó en el suelo, donde el hijo se le abalanzó y lo ahorcó.

El abuelo del joven, que escuchó de la pelea, fue en busca de la víctima, a todos los efectos, su hijo. El abuelo juró castigar al joven, su propia carne y sangre, por el horrendo crimen que había cometido.. (más…)

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Vivía en otros tiempos una hechicera que tenía tres hijos, los cuales se amaban como buenos hermanos; pero la vieja no se fiaba de ellos, temiendo que quisieran arrebatarle su poder. Por eso transformó al mayor en águila, que anidó en la cima de una rocosa montaña, y sólo alguna que otra vez se le veía describiendo amplios círculos en la inmensidad del cielo. Al segundo lo convirtió en halcón, condenandolo a vivir errando.  El tercer hijo, temiendo verse también convertido , huyó secretamente.
princesa

Habíase enterado de que en el castillo del Sol de Oro residía una princesa encantada que aguardaba la hora de su liberación; pero quien intentase la empresa exponía su vida, y ya veintitrés jóvenes habían sucumbido tristemente. Sólo otro podía probar suerte, y nadie más después de él. Y como era un mozo de corazón intrépido, decidió ir en busca del castillo del Sol de Oro. (más…)

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¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.
No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.
relo

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé. Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.
¿Qué ocurrió? Ya no lo se.
Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. ¿Qué nos dijimos? Ya no lo sé. ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!
No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras: «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.
Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo se. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!
¡La enterraron! ¡La enterraron! ¡A ella! ¡En aquel hoyo! Habían ido unas cuantas personas, unas amigas. Escapé. Corrí. Caminé mucho tiempo por las Éalles. Después volví a casa. Y al día siguiente me marché de viaje.
Ayer he regresado a París.
Cuando volví a ver mi habitación, nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, toda esta casa donde había quedado todo lo que queda de la vida de un ser después de su muerte, me asaltó un acceso de pena tan violento que a punto estuve de abrir la ventana y de tirarme a la calle. No pudiendo estar en medio de aquellas cosas, de aquellos muros que la habían encerrado, abrigado, y que debían de guardar en sus imperceptibles rendijas mil átomos de ella, de su carne y de su aliento, cogí el sombrero, con el fin de escapar. De repente, en el momento de llegar a la puerta, pasé ante el gran espejo del vestíbulo que ella había mandado instalar allí para verse, de pies a cabeza, todos los días, al salir, para ver si iba bien arreglada, si estaba correcta y bonita, de las botas al peinado.
Y me detuve frente a aquel espejo que tan a menudo la había reflejado. Tan a menudo, tan a menudo, que había debido conservar también su imagen.
Allí estaba yo de pie, tembloroso, los ojos clavados en el cristal, en el cristal liso, profundo, vacío, pero que la había contenido toda entera, la había poseído tanto como yo, tanto como mi mirada apasionada. Me pareció que amaba a aquel espejo -lo toqué- ¡estaba frío! ¡Oh! ¡El recuerdo, el recuerdo! Espejo doloroso, espejo ardiente, espejo vivo, espejo horrible, ¡que hace sufrir todas las torturas! ¡Dichosos los hombres cuyo corazón, como un espejo por el que se deslizan y se borran los reflejos, olvida cuanto ha contenido, cuanto ha pasado ante él, cuanto se ha contemplado, reflejado, en su cariño, en su amor! ¡Cómo sufro!
Salí y, a mi pesar, sin saber, sin quererlo, marché al cementerio. Encontré su tumba, muy sencilla, una cruz de mármol con estas pocas palabras: «Amó, fue amada, y murió. »
¡Estaba allí, allí abajo, podrida! ¡Qué horror! Sollocé, con la frente pegada al suelo.
Me quedé allí mucho tiempo, mucho tiempo. Después me di cuenta de que caía la noche. Entonces un deseo curioso, loco, un deseo de amante desesperado se apoderó de mí. Quise pasar la noche cerca de ella, última noche, llorando sobre su tumba. Pero me verían, me echarían. ¿Qué hacer? Fui astuto. Me levanté y empecé a errar por aquella ciudad de los desaparecidos. Andaba y andaba. ¡Qué pequeña es esa ciudad al lado de la otra, donde se vive! Y sin embargo esos muertos son mucho más numerosos que los vivos. Necesitamos altas casas, calles, mucho sitio, para las cuatro generaciones que contemplan la luz al mismo tiempo, beben el agua de las fuentes, el vino de los viñedos, y comen el pan de las llanuras.
Y para todas las generaciones de muertos, para toda la escala de la humanidad que desciende hasta nosotros, ¡casi nada, un campo, casi nada! La tierra los recobra, el olvido los borra. ¡Adiós!
En el extremo del cementerio habitado, percibí de repente el cementerio abandonado, ese donde los antiguos difuntos acaban de mezclarse con la tierra, donde las propias cruces se pudren, donde pondrán mañana a los recién llegados. Está lleno de rosas libres, de cipreses vigorosos y negros, un jardín triste y soberbio, alimentado con carne humana.
Estaba solo, muy solo. Me agazapé bajo un verde arbusto. Me oculté en él por entero, entre aquellas ramas pobladas y sombrías.
Y esperé, aferrado al tronco como un náufrago a una tabla.

Cuando la noche fue oscura, muy oscura, abandoné mi refugio y eché a andar despacito, con pasos lentos, con pasos sordos, sobre aquella tierra llena de muertos.
Vagué mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo. No la encontraba. Con los brazos extendidos, los ojos abiertos, tropezando en las tumbas con manos, pies, rodillas, pecho, con mi propia cabeza, marchaba sin encontrarla. Tocaba, palpaba como un ciego que busca el camino, palpaba piedras, cruces, verjas de hierro, coronas de cristal, ¡coronas de flores ajadas! Leía los nombres con mis dedos, paseándolos sobre las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡No la encontraba!
¡No había luna! ¡Qué noche! Tenía miedo, un miedo espantoso por aquellos estrechos senderos, entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas, tumbas, tumbas! ¡Siempre tumbas! A la derecha, a la izquierda, ante mí, a mi alrededor, en todas partes, ¡tumbas! Me senté en una de ellas, pues ya no podía caminar con las rodillas que se me doblaban. ¡Oí latir mi corazón! ¡Y oía también otra cosa! ¿Qué? ¡Un incomprensible rumor confuso! ¿Aquel ruido estaba en mi cabeza enloquecida, en la noche impenetrable, o bajo la tierra misteriosa, bajo la tierra sembrada de cadáveres humanos? ¡Miré a mi alrededor!
¿Cuánto tiempo me quedé allí? No lo sé. Estaba paralizado de terror, estaba ebrio de espanto, a punto de gritar, a punto de morir.
Y de repente me pareció que la losa de mármol en la que estaba sentado se movía. Sí, se movía, como si alguien la alzara. De un salto me lancé sobre la tumba contigua, y vi, sí, vi que la piedra que acababa de abandonar se levantaba; y apareció el muerto, un esqueleto pelado que, con su espalda encorvada, la empujaba. Yo veía, veía muy bien, aunque la noche fuera profunda. En la cruz pude leer:
«Aquí reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Amaba a los suyos, fue honrado y bondadoso, y murió en la paz del Señor.»
Ahora también el muerto leía las cosas escritas sobre su tumba. Después cogió una piedra del camino, una piedrecita afilada, y empezó a rascarlas con cuidado, aquellas cosas. Las borró del todo, lentamente, mirando con sus ojos vacíos el sitio donde hacía un momento estaban grabadas; y con la punta del hueso que había sido su índice, escribió con letras luminosas, como esas líneas que se trazan en las paredes con la cabeza de una cerilla:
«Aquí reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Apresuró con sus duras palabras la muerte de su padre a quien deseaba heredar, torturó a su mujer, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó cuanto pudo y murió miserablemente.»
Cuando hubo acabado de escribir, el muerto inmóvil contempló su obra. Y me di cuenta, al darme la vuelta, de que todas las tumbas estaban abiertas, todos los cadáveres habían salido de ellas, todos habían borrado las mentiras inscritas por los parientes en las lápidas funerarias, para restablecer la verdad.
Y yo veía que todos habían sido verdugos de sus allegados, odiosos, deshonestos, hipócritas, mentirosos, bribones, calumniadores, envidiosos, que habían robado, engañado, realizado todos los actos vergonzosos, todos los actos abominables, aquellos buenos padres, esposas fieles, hijos abnegados, aquellas jóvenes castas, aquellos comerciantes probos, aquellos hombres y mujeres presuntamente irreprochables.
Escribían todos al mismo tiempo, en el umbral de su morada eterna, la cruel, terrible y santa verdad que todo el mundo ignora o finge ignorar sobre la tierra.
Pensé que ella también había debido trazarla sobre su tumba. Y ya sin miedo, corriendo entre los ataúdes entreabiertos, entre cadáveres, entre esqueletos, fui hacia ella, seguro de que la encontraría al punto.
La reconocí desde lejos, sin ver el rostro envuelto en el sudario.
Y sobre la cruz de mármol donde hacía un rato había leído:
«Amó, fue amada, y murió.»
Distinguí:
«Habiendo salido un día para engañar a su amante, cogió frío bajo la lluvia, y murió.»

Parece que me recogieron, inanimado, al nacer el día, junto a una tumba

GUY DE MAUPASSANT

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Hubo una vez un niño triste y solitario llamado Ling, privado desde muy pequeño del amor y los cuidados de sus padres. Era muy pobre y se ganaba la vida como podía, pero tenía muchas ganas de ser alguien y estudiaba para desarrollarse, crecer, progresar.

A pesar de ser un chico muy travieso y cara dura nunca faltaba a la escuela, ni a la biblioteca pública

princesa

Él era un muchacho especial. Adoraba como ningún otro pilluelo de su edad las letras y siempre llevaba en sus alforjas muchos papeles y lápices. También grillos, ranas, increíbles insectos para estudiarlos. Era amigos de todos ellos.

Juguetón como cualquier niño pero terriblemente travieso se divertía rompiendo ventanas y salía corriendo para no ser atrapado. Era estudioso al punto el sinvergüenza sin importar las inclemencias del tiempo nunca descansaba ni un solo día.

Siempre encontraba algún trabajo que realizar, a nada rehuía. Le encantaban las plantas acuáticas y se divertía creando en su cabecita teorías muy complejas sobre ellas. A veces cuando podía gastaba algunas monedas comprando raíces, semillas, flores. y alguno que bichos para estudiarlos.

Era una época en donde los bellos atuendos solo los podía ver en las vitrinas, él era feliz siempre a su manera. Una de las cosas que llenaba sus ilusiones era pasarse largas horas en la biblioteca, allí conoció a los sabios y se hizo amigo de ellos. A estos les contaba sus pretensiones, aprendía también de ellos, los leía a todos sin parar. A veces de tanto leer quedaba chapita de conocimientos.lotazul

Su único abrigo en las noches frías era un enorme gabán azul con remiendos de otro color, pero la necesidad de arroparse hacía que no prescindiera de esa indumentaria. Él sufría mucho extrañaba tener unos brazos tibios como la de las madres de otros niños. Pensaba continuamente lo hermoso que sería tener alguien que lo acompañara y que entendiera su corazón solitario, pero nadie de los que él conocía y trataba lo comprendía.

Un día en una de las muchas noches que pasaban metido en la sala de estudios de la ciudad, cogíó un gran volumen de color azul. Sintió algo extraño, un llanto muy bajito.

Tomo el libro entre sus manos extasiado .No supo por que razón, había escuchado ese ruido tan raro y lo abrazó fuerte contra su pecho por largo rato. Despacito camino hacia una mesa en el rincón de la biblioteca.

Ling no supo resistirse y por muchas horas acaricio el libro con dulzura infinita. Era un libro grande y grueso con letras doradas y un lindo título “El Hada del Loto Azul”. Cuando por fin se decidió a abrirlo, fue enorme su sorpresa. Una flor azul de loto se abrió esplendorosamente frente a sus ojos y allí sentada en el centro estaba ella.

Era una niña de rostro de luna y ojos oscuros, que lo miraban curiosos y dulcemente. Tenía la nariz tupida y colorada por su quedo llanto. Dos lagrimones caían de sus ojos brillantes al ver a Ling entre suspiros cortados sonrío y le cerro un ojito. Ambos sonrieron sin pronunciar palabra alguna, en realidad no tenían nada que decirse, pues sus corazones sintieron conocerse desde tiempos milenarios, desde el inicio de todos los tiempos.

Dos luces salieron de sus cuerpos, danzaron las flores del libro antes marchitas y las hierbas que estaban secas volvieron a reverdecer. Mientras las hojas de los árboles antes secas retornaron. Los lotos del estanque iluminaron todo con bellos reflejos y los animalitos lucieron alrededor de la pequeña sus mejores cantos. Así, en su mundo de fantasía Ling y Hada azul permanecieron sonriendo largas horas muy callados

Azul era una pequeña especialmente sensible, poseedora de grandes secretos y sueños. Un ser amante de antiguas artes y de cosas bellas. Ling también era soñador y tierno, pero la vida lo había golpeado tanto que nunca estaba claro de quién le quería de verdad. Se encerraba en sus poses de mocoso seguro y osado cuando en realidad solo quería compañía y por eso hacia muchos amigos.

Lo único que tenía claro era su amor por los libros, pero esa niña cara de luna él la veía tan indefensa que sin pensarlo la metió en su corazón. Cada día durante meses a pesar de que la vieja bibliotecaria no quería prestarle el libro del Hada Azul porque Ling se adueñaba del este. Él asistió a su cita con la pequeña solo para contemplarla y sonreían sin hablar.

Meses después llego una tarde en que por fin se rompieron los silencios. Hablaron mucho y de todo hasta que Ling se quedaba dormido sobre el gran libro y la bibliotecaria renegona le despertaba al quitárselo siempre entre gritos y refunfuños.

Corría el mes de Marzo y era un día caluroso de verano. Ling había pasado el día trabajando recogiendo agua en grandes baldes, regando flores con su cara muy contenta y cantando pero se hacía tarde y corrió a la biblioteca muy de prisa.

El hada azul como siempre en el libro esperando a su amigo. Ling entro desesperado y al cogerlo la bibliotecaria lo tomo muy fuerte del brazo lastimándolo y con sus uñas hizo sangrar su piel, una gota de sangre cayo sobre el gran libro azul que yacía sobre el piso. El pequeño lloraba y la vieja bibliotecaria se asusto a tal punto que lo dejo recoger el libro con la condición que esa fuera la última vez que se lo daría, si quería seguir teniendo acceso a otros libros de menor importancia para él inquieto muchacho.

Él le prometió todo lo que la mujer quiso, cada una de las promesas que esta le arrancaba con sus chantajes con tal de poder seguir llegando a la biblioteca. Total él siempre vería como llegar a su pequeño Loto Azul.

Cuando se sentó en su acostumbrado rincón abrió el gran libro. El loto azul se alzo hermoso como siempre pero no se abrió el gran libro el loto azul se alzo hermoso como siempre pero no se abría de tal modo que no podía verla solo escuchaba a lo lejos un llanto quedo.

Horas más tarde el loto azul dejo abrir sus pétalos, su pequeña amiga estaba hinchada y llorosa, su nariz roja y muy congestionada, con la mirada apagada y los brazos caídos.

Ella entonces dijo:

-Ling, llegará el día en que ya no llegues a mí y me marchitaré de tristeza. Ya amiguito, no pertenezco a tu mundo… ese mundo al que tú tan apegado vives me infecta de tristezas, de grandes angustias, de cosas que mi corazón no conoce y lo rompen cada día.

-Ling, lo rompen más no soporto los gritos absurdos de verdades mentirosas y menos que alguna tarde no llegues hasta mi casa

-Sácame de esta fría biblioteca, nunca más deseo estar sola apártame de esa señora tan gritona.

-No deseo verla nunca más, antes cuidaba de mis hojas ahora solo espera que estas se estropeen. Ya no estoy entre los textos que ella cuidaba con esmero. Siempre me mete entre los libros que están sucios y estropeados para que algún gusano coma de mis hojas y yo desaparezca.

-No cierres mi casa hoy hasta prometerme que me llevaras contigo en tus alforjas

Ling que en verdad quería a su amiguita dijo:

-Algo se me ocurrirá y duerme tranquila que nunca te abandonare porque tu eres mi dulce amor mi corazón.

Él sabía que no podría pedirle a la bibliotecaria El Hada del Loto Azul. Así que se filtro sin que esta lo viera, como un ladrón. Sabía bien donde estaba, se arrastro como pudo y por fin llegó. Tomo el gran libro muy despacio despacio, lo coloco dentro de su bolsa y empezó su recorrido a hurtadillas hacía la salida.

Por fin, alcanzo la puerta sin que nadie lo notara y corrió veloz como un rayo hacia su casa. Nada podría impedir que su niña se quedara con él para siempre y nadie nunca más la dañaría.

Por fin en casa, Ling abrió el libro y ella sorprendida. Saltó de su loto, recorrió la humilde casa que para ella era un palacio dorado adornando de miles de estrella y Ling su príncipe encantado. Así corrieron los meses trataban de pasar largos ratos juntos charlando, riendo, jugando, amándose y queriéndose sin que nadie los viera, muy calladitos . Ling cuidaba no romper ninguna de sus promesas, promesa que Loto nunca le pidió

Una tarde especialmente fría mientras Azul u Ling conversaban una cara distorsionada por los celos y la rabia estaba mirando detrás de la ventana era la gruñona bibliotecaria que había logrado ver el libro sobre la mesa.

Ling al reconocerla lo ocultó bajo una manta roja y abrió la puerta haciéndose el sorprendido por la extraña visita. La señora muy cerca y con los ojos muy abiertos como un búho le dijo:

-¿Recuerdas Ling el libro del Hada del Loto azul?

Él respondió:

-Sí, pero hace mucho que yo no se lo pido, es más yo voy poco por ahora a la biblioteca respetable señora.

-Usted es muy gritona y no me deja leer lo que yo quiero y eso a mí me molesta muchísimo.

La bibliotecaria respondió:

-Lo sé muchachito insolente pero sí no te ajustas a mis reglas no podrás nunca más leer nada en mi casa y sé bien que eso te desespera

-Como vez yo sé bien que hacer para que tú pequeño pilluelo y los demás bailen al son que yo marque.

-Ahora ¿Estas claro?

-Ha desparecido el libro azul y me resulta especialmente extraño que tú ya no me lo pidas si te entusiasmaba tanto.

Ling contesto:

-Bueno… a mí ya no me interesa

La bibliotecaria que siempre sabía el terreno que pisaba y tenía un olfato de sabueso, artista de la manipulación y gran mentirosa le dijo:

-Bueno…entonces no hay problema la biblioteca tiene muchos que te gustaran. Te espero encantada mañana, tú sabes que yo sé todo siempre y en fin tu niño puedes ir cuando quieras, con tal que me obedezcas.

-Total ya el maldito libro de esa Hada Azul que tanto detesto y por el que tantos disgustos me causabas creo que ya ni existe.

-Es hora muchachito que comprendas que en mi biblioteca se hace y de dice lo que yo ordeno. Además tengo muchos seguidores a quienes les encantan mis cuentos
La mujer se marcho y Ling pensó y dijo en voz alta:

-Guardaré mejor a mi Hada del Loto Azul aquí en mi casa y para tenerla contenta a la bibliotecaria y no despertar sus sospechas, cada día revisare otros libros frente a sus narices.

-Así no nos molestará nunca más…eso haré, ni siquiera se acordara de nombrarla

Así pasaban los días Ling salía a trabajar y después su visita acostumbrada a la biblioteca. Cada día una historia distinta, casi siempre era la gruñona señora quien decidía que haría o leería el pequeño mocoso.

Ling a veces demoraba en llegar a casa largas horas, total Azul era solo de él .Se sentía muy confiado y seguro .Solo él leía sus páginas, solo él acariciaba todas sus letras .Además ella no tenía otros amigos más que los animalitos y las flores de sus propias páginas. Es decir solo su mundo de fantasías de la cual estaba hecha su azul morada.

Una noche Loto Azul descansaba cuando Ling llego a casa y la despertó bruscamente. Él deseaba contarle qué libros había leído ese día y qué sus colores eran diferentes, que las figuras eran tétricas y otras fantásticas, divertidas y excitante como ninguna

Loto azul bajo la cabeza, sus ojos se llenaron de gruesas lágrimas rojas, pero Ling no lo notaba. Él estaba solo preocupado en el mismo y en todos los cuentos que la bibliotecaria y otros amigos de la biblioteca le ofrecían

Cuando por fin él la miro el Hada Azul estaba tan descompuesta que para contentarla le entrego una rosa amarilla que cogío de un jardín por el camino .Recordó que a la salida de la biblioteca un hermoso querubín le había regalado la mejor de sus velas. Fue entonces que la encendió para que Azul al mirar su flama se alegrara. Pero esta se puso aún más y más triste

Azul seguía llorando cuando él recordó que tenía un libro en la alforja que quería leer esa noche .Así que se retiro dejando el Loto del Hada Azul abierto sobre la mesa junto a la vela encendida.

Ling leyó durante horas y gritaba entusiasmado ante esas historias sin recordar la vela, ni a la pequeña Azul y de tanto recorrerlas hojas de su nueva adquisición y complacerse con esta se quedo profundamente dormido pensando que ese libro era el mejor de todos.

Mientras tanto Azul seguía mirando muy de cerca la flama de la vela .Estaba muy, muy callada y quieta. Sus ojos casi eran solo dos palotes se inflamaban de tanto llorar. Un hilo de humo negro tomo forma de mano y pluma…De repente en las paginas del gran libro Azul letras de llanto escribían un triste final .

Azul estaba tan cerca de la llama de la vela que de un momento a otro sus cabellos se incendiaron rojos .La pequeña Hada del Loto grito:

-Ling duele

-Dueleeeeeeeeeee mucho

Pero él no la escuchaba, se había entretenido y agotado tanto con otras historias que el sueño lo había vencido. La cruel bibliotecaria que conocía bien al niño le exigía leer cada día y cada momento el mismo cuento y luego le daba uno interesante de tarea.

La cera ardía junto con la cabellera de Azul hasta que alcanzo cubrir toda la flor de papel y durante horas Loto Azul lloró su infierno de fuegos serpentinos hasta volverse cenizas oscuras pero Ling nunca la escucho. Él dormía agotado con el libro de la biblioteca y un querubín en el pecho.

Una gran nube tomo forma de brazos fantasmales. Eran unos largos brazos del pasado que abrazaron fríos el cuerpo del Ling envolviéndole con olor a muerte .El chico despertó llorando desesperado porque esos brazos el pensó ya haberlos olvidado. Ling solo sentía sus propios miedos y solo quería saber por qué había sentido ese abrazo… preguntaba… decía:loto1

-Loto azul ¿No entiendes que estoy mal?

– Dime: ¿Por qué soñé eso?
Loto no contestaba y por fin el niño egoísta miro hacía la mesa Sus ojos se abrieron desorbitados el libro de su Hada Azul estaba chamuscado y grito desesperado:

-¿Donde estas mi loto azul?

-¿Dónde mi pequeña damita?

-¿Dónde estas mi ratona, dónde?

Ella no respondió, no podía responderle, no podía
Ella que siempre lo espero esta vez ya no pudo acudir a los llamados del pequeño Ling que siempre corría donde ella cuando un temor lo asaltaba.

Mientras decía:

-Yo no voltee

-Yo no voltee

-Solo me demore en llegar, no hice nada

-¿No entiendes que yo no hice nada?

Pero de nada le valieron sus llantos en esa ensordecedora y fría noche de Invierno Loto había sido tragada por las llamas de la vela y él nunca más la volvería a ver

Loco abrazo el empaste chamuscado de su amado libro y de las cenizas cayo un pedacito de papel que tenía la forma de loto pero maltratado por el fuego y en él difícilmente se leía con gotitas de sangre azul:

-Cuando lo leas ya me abre ido muy lejos

-No tienes la culpa solo te quedaste dormido

-Buscadme amor mío y si algún día me encuentras deja sobre mi loza fría bellas rosas amarillas
Te amoooooooooooooooo.
Tu niña eternamente el Hada del Loto Azul

FANNY JEM WONG MIÑÁN

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La abuela tenía ahora más de setenta años y vivía sola, pero era una mujer muy activa y bien parecida, con una risa gutural y un aspecto muy juvenil. Seguía trabajando de contable y revisora de cuentas y no poseía automóvil en la ciudad más motorizada del mundo. Le gustaba viajar en autobús porque ello le resultaba tranquilizante y le permitía leer. Todo el mundo admiraba en secreto su autosuficiencia y su enorme fuerza.(…)

gaitero

Un día, mientras jugaba en la alcoba de la abuela, Valerie miró el retrato enmarcado del hombre que sabía había sido su abuelo. Llevaba la toga de la graduación con la faja dorada de la Escuela de Medicina de Manitoba.
Y en la otra pared había una fotografía más grande de un joven sonriente, tal vez no la más parecida a la realidad, pero una de las pocas que se había sacado en los últimos años.
Contempló la fotografía y le costó trabajo recordarlo. Simples destellos. Muy débiles. Tal vez algún recuerdo de algún hecho, un momento. Le recordó algo que quería decirle a la abuela y corrió a la cocina.
-¿Sabes una cosa abuela Chrissie? No me había acordado de decírtelo. Voy a tomar clases de clarinete.
-Estupendo, Valerie -dijo la abuela colocando una cacerola sobre el fuego y volviéndose para mirar a la niña-. Pero, ¿por qué has escogido el clarinete? Pensé que te gustaría aprender a tocar el piano.
-He pensado que será mejor el clarinete porque creo que me será útil más tarde, cuando aprenda a tocar la gaita.
-¿Cómo?
-La gaita. ¿No te parece que sería bonito que aprendiera a tocar la gaita?
-No sé, Valerie -repuso Chrissie, y se le quebró la voz. Experimentó una súbita opresión en el pecho. Instantánea. Sin previo aviso. Y se le aceleró la respiración. Chrissie contempló aquellos ojos, ahora de color gris paloma, y por unos momentos perdió el hilo de la observación de la niña. Entonces le pareció que lo escuchaba: penetrante, quejumbroso, primero melancólico, después majestuoso, el sonido de la gaita. Casi podía aspirar el aroma de la hierba del parque Hancock y de la brea de los grandes hoyos. Hubiera querido correr a la ventana para ver a un muchacho de elevada estatura caminando a paso de marcha…

-¿Qué sucede, abuela Chrissie?

-Bueno, Valerie… yo…
Chrissie Campbell se volvió de espaldas a la niña y se cubrió el rostro con las manos, por debajo de las gafas tal como tenía por costumbre, y se frotó los ojos hasta que todo hubo pasado. Nadie le había visto llorar jamás. Nunca.
-¿No crees que sería bonito tocar la gaita, abuela Chrissie¿ ¿No te gusta la idea?

-Sí, me gusta la idea, Valerie -repuso finalmente. Chrissie Campbell respirando cautelosamente hasta que todo cesó. Se volvió ya calmada, tal vez un poco más pálida, tomó el rostro de la niña entre sus manos y sonrió. Y, al igual que en el rostro del otro niño de hacía muchos años, se desvaneció la expresión ensimismada y el rostro se iluminó y los ojos adquirieron una tonalidad más azulada.
-Sí, cariño -dijo Chrissie-, es una idea estupenda.

Joseph Wambaugh

http://ultimaspaginas.wordpress.com/2008/04/14/campo-de-cebollas-joseph-wambaugh/gaita

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Oscurecido por la muerte

la Luna esconde su alimento

corroe el fruto de mi verano

esculpiendo esqueletos que serán numerosos

quizáslobo

bajo el puente más lejano de este planeta

Yo

oscurecido por lunas y muerte

quiero respirarme una y otra vez

nadar en círculos como bestia marina
saltar alto con el pecho húmedo liviano

hasta tocarla

hasta rasgar su piel

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